
Hay recuerdos que no se borran, aunque pasen los años. Para quienes crecimos en Bonanza, los caminos de la infancia no están hechos de asfalto, sino de tierra caliente, polvo fino y risas de chavalos. Eran los días en que se pedía permiso para ir a bañar al río de Concha Urrutia o a las pozas de Aguas Claras, y solo eso bastaba para que el corazón se llenara de emoción.
El verano traía consigo el canto incesante de las cigarras, las carreteras polvorientas marcadas por las pisadas de caballos, esas grietas uniformes que parecían hechas por tractores, y el aroma dulce de las guayabas maduras que crecían en la planada, justo antes de bajar a la poza donde estaba instalada la bomba de Agua. Allí también se alzaban los jocotes jobo, árboles altos que parecían custodiar nuestros juegos.

El calor empujaba con fuerza, y el viento en la cara era una invitación a lanzarse al agua. El simple hecho de emprender el camino desde el puente del rastro, atravesando todo Concha Urrutia hasta llegar al puente colgante, ya era una aventura. Íbamos platicando con los amigos, decidiendo si ese día nos quedaríamos en el puente o seguiríamos hasta las pozas más arriba, camino a la poza de Don Celso.
Después del baño, venía el ritual de cortar guayabas y regresar a casa entre risas, con la piel tostada por el sol y el alma llena de alegría. Así terminaban aquellos días felices, entre caminos de tierra, árboles frutales y sueños de infancia.
Hoy, muchos de esos amigos han partido a la eternidad, pero para quienes aún estamos, esos recuerdos siguen vivos. Son parte de lo que somos. Porque la niñez bonanceña no se olvida: se lleva en la sangre, en la memoria, y en cada paso que damos por la vida.
Childhood Paths: Between Guavas, Dust, and River Adventures
Some memories never fade, no matter how many years go by. For those of us who grew up in Bonanza, the paths of childhood weren’t paved with asphalt, they were made of warm earth, fine summer dust, and the laughter of children. Back then, asking permission to go bathe in the river at Concha Urrutia or the clear waters nearby was enough to fill our hearts with excitement.
Summer brought the constant hum of cicadas, dusty roads etched with the hoofprints of horses, those neat cracks that looked like tractor tracks, and the sweet scent of ripe guavas hanging in the planada, just before the descent to the pool where the water pump stood. Tall jocote jobo trees watched over us like guardians, their fruit and shade part of our daily adventures.
The heat pressed against our skin, and the wind on our faces felt like an invitation to dive into the cool water. Just setting out from the bridge near the slaughterhouse, walking through Concha Urrutia all the way to the suspension bridge of the same name, was already an adventure. We’d chat with friends along the way, deciding whether to stay at the bridge or continue upstream to the pools near Don Celso’s place.
After the swim, we’d pick guavas and walk back home, laughing and talking, our bodies tired but our spirits soaring. That’s how a happy day ended, full of sun, fruit, and friendship.
Today, many of those friends have passed on, but for those of us still here, those memories remain vivid. They’re part of who we are. Because Bonanza childhood isn’t something you forget—it’s something you carry with you, in your blood, your stories, and every step you take through life..